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Prehistoria Villambroz |
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La prehistoria en el páramo
1
No lo sabemos, pero pudo ser, más o menos así, el origen del pueblo y del nombre “Villambroz”. Y he dicho que no lo sabemos, porque en estos seis retazos rurales primeros, todavía no hemos entrado en la historia. Caminamos aún en la prehistoria en este páramo.
La trashumancia en España, el paso del ganado y sus pastores, en primavera de las dehesas a la montaña y, en otoño de las sierras a las dehesas, se realiza, desde tiempo inmemorial, mediante un sistema de caminos, que reciben el nombre de vías o cañadas, en Castilla y León o Extremadura.
Pues bien, el terreno del actual Villambroz entra en la escena de la trashumancia, cuando la conquista de Extremadura por el rey Leonés Fernando II, con la decisiva colaboración de las nuevas órdenes militares hispanas. Hacia 1170 el monarca unificó las tierras que ya, desde antiguo, llevaban a cabo una ganadería trashumante norte-sur, desde las dehesas de Extremadura hasta las montañas de Palencia y León. Pues bien, desde aquellos remotos años, los ganados trashumantes comenzaron a pisar el terreno que en su día se llamará “villambroz”.
Este movimiento del ganado, a lo largo del año, se realiza en dos direcciones, de ida y vuelta, provocadas por el clima. En primavera, los ganados cambian las cálidas dehesas extremeñas, entre otras, las cacereñas del valle y río Ambroz, por la frescura de la montaña leonesa. Los ganados recorren el cordel o cañada real leonesa hacia el punto de destino, la zona montañosa de Prioro y Riaño.
La vuelta a las dehesas extremeñas la hacían en otoño, cuando en las frescas montañas leonesas ya se presentía la llegada inminente del frío invernal. Entonces rehacían el camino, que habían recorrieron en primavera, para cobijarse en las cálidas dehesas extremeñas.
El recorrido de ida de los ganados de maritas a la montaña leonesa, lo situamos en los albores del siglo XIII, para alimentar nuesra imaginación con los supuestos inicios de este pueblo del páramo. Todavía no le ponemos nombre, porque en aquel entonces aún no lo tenía. Sólo pido al lector un poco de paciencia hasta que llegue el momento del “bautismo” de nuestro pueblo.
Después de haber hecho una jornada de camino con los pastores, podemos ver a los ganados pernoctando en una gran campera, una de las muchas descansaderas situadas a lo largo del cordel de la cañada de las merinas. Está en lo alto de la margen izquierda de un torrente, que discurre por un verde y ancho valle, flanqueado éste, por un lado, con monte poblado de robledales y por el otro, de frondosos encinares.
Esta zona de descanso de las maritas, en el lenguaje de los pastores mariteros, “descansadera”, era lo que hoy son las eras de arriba y las de abajo, juntamente con el terreno ocupado por las edificaciones del pueblo. Ya entonces, si era la primavera cuando pasaban por ahí, la campera estaba como un vergel, con fresca hierba y adornada con el múltiple colorido de las flores primaverales, propias del páramo. Mientras que, si era en la vuelta de otoño, la campera se había convertido en un verdadero sequedal.
A la caída de la tarde, han llegado a este descampado dos grandes rebaños de ovejas merinas, para los lugareños de hoy y de todos los tiempos, “maritas”. Abrían el camino, dos pastores a quienes les seguían tres enormes marones, que, con el movimiento de balanceo de la cabeza que llevaban, hacían sonar los cencerrones colgados de sus collares, sonido que comenzaba a oírse casi cuando apenas se podía ver el rebaño en lontananza.
Salpicaban el ganado de las ovejas, un número considerable de burros, no sabría decir cuántos, cargados con las viandas, mantas y demás utensilios, como parrillas, sartenes, ollas, pellejos con el vino, garrafas metálicas para el agua... En fin, todas aquellas cosas de primera necesidad, para el largo camino que tenían que hacer hasta llegar a la montaña.
Detrás y a los lados del rebaño, caminaban los demás pastores, bien equipados de bragos y zamarras, zurrona al hombro y en las manos unas grandes varas, como ayuda para conducir las ovejas. Alguno las llevaba a las espaldas, postura que les facilitaba el descanso de los brazos.
También, había quien de ellos cubría la cabeza con pasamontaña de lana. Y tenía su explicación, porque aquella tarde era verdaderamente fría, a causa del cierzo que se había levantado con fuerza. Junto a cada uno de los mariteros, no faltaba la compañía de los fieles perros mastines, protegidos con sus carrancas al cuello, provistas de pinchos metálicos, para defenderse de posibles ataques de los fieros lobos, abundantes en algunas zonas por las que tenían que pasar las ovejas merinas. Y sobre todo, en las mismas montañas leonesas.
En tiempos de su infancia, recuerda nuestro cronista, que, si acertaba que la meteorología era muy adversa, de noches fragosas o, incluso, con nieve, pues eran ya los días preliminares del invierno, para resguardar al ganado del intenso frío, las metían al resguardo y abrigo de las casas del pueblo y en algunos corrales lindantes a las eras. Esto suponemos harían los pastores del antaño remoto, sirviéndose del abrigo de las casas del nuevo pueblo que iba surgiendo.
En la mente del cronista está también vivo el recuerdo de que al día siguiente, antes de emprender de nuevo el camino hacia el destino, bajaban los ganados al valle y los abrevaban en la laguna, el Pozonagro. Esto nos hace suponer que aquellos mariteros de los primeros tiempos bajarían también el ganado a beber, y que continuarían por todo el valle abajo hasta coger de nuevo la cañada en la subida hacia Cabañas.
De una u otra manera, habían pasado la noche de la llegada y un día de descanso, en aquella campera del páramo. En la madrugada del día siguiente, emprendían la nueva etapa. Salían de este lugar cruzando las actuales eras de abajo y continuando la cañada hacia el sur, por donde se perdían de vista los rebaños. Bordeando la lindera de la cercana dehesa de Bustocirio, las maritas continuaban el careo de la cañada por el terreno de Calzadilla.
2
¿ Cuándo fue la primera vez que las “maritas” pasaron por el agreste terreno de este páramo? Lo desconocemos por completo. Pero no importa. Así damos la oportunidad a la imaginación para trabajar con mayor libertad y recrearse con sus fantasías.
Un año y otro año, una primavera y un otoño, con dirección de abajo a arriba y viceversa, este movimiento de los ganados se iba repitiendo. Los mariteros, según cumplían años de pastoreo, conocían cada vez más los terrenos que pastaban las ovejas a su paso por ellos.
Con el tiempo, los hijos de estos pastores, tomaban la cachaba y el zurrón, para relevar a sus padres, que se iban haciendo mayores. Ellos continuarían llevando cada año el ganado de sus amos, desde las dehesas extremeñas, en nuestro caso el valle de Ambroz, a la sierra leonesa, en Prioro y Riaño. Y con ellos se llevaban también las ilusiones que les habían transmitido sus padres. Alcanzar algún día la plena libertad.
Este movimiento trashumante, a los “mariteros” les exigía largas temporadas vivir alejados de sus familias y sus casas. Unos dejaban por una temporada a sus ya ancianos padres, otros a hermanos pequeños; había quien había recibido un beso de despedida de su novia. Estos eran los mariteros jóvenes. Pero también los mariteros mayores ya casados, tenían que vivir alejados de sus mujeres e hijos, por un tiempo, que a ellos se les hacía eterno. En fin, para todos, ciertamente, era una situación personal y familiar dura y costosa de sobrellevar cada año.
Y según pasaban las hojas del calendario, que habían dejado colgado en la pared de la casa, la espera y la carga de los que se habían ido y de los familiares que anhelaban la vuelta, se les hacía cada día más larga y pesada.
También hay que decir que algunos de ellos, tal vez, libres de cargas familiares, sentían otro tipo de añoranza de su feraz valle cacereño Ambroz, surcado por el río del mismo nombre.
En mis pesquisas geográficas, he sabido que este valle de Ambroz es un terreno muy fértil; en términos agrícolas, productivo. En los largos recorridos trashumantes, seguro que se encontraban con terrenos en condiciones más deficientes. Como eran las de este páramo palentino y las de otros terrenos. En las comparaciones veían que aquellos eran peores que las de su tierra extremeña.
Entonces, ¿cómo fue que los antiguos mariteros se plantearon la posibilidad de cambiar un terreno por el otro? ¿Qué razones de más peso inclinaban la balanza a favor del páramo?
Si al peso psicológico de las largas ausencias de su casa, añadimos otras circunstancias de caracteres sociales y económicas, la trashumancia anual, de ser una pesadilla para todos, se convertía para muchos de ellos en un auténtico problema también personal y familiar.
Efectivamente, los pastores mariteros, que todos los años recorrían la cañada en un sentido, de ida y en otro, de vuelta, no eran los dueños de aquellos enormes rebaños pastoreados por ellos. Como tampoco en las dehesas de donde procedían, no tenían ni un palmo de tierra suyo. Los pastos de la montaña a donde llevaban las ovejas, tenían otros propietarios que tamposo eran ellos. Precisamente, nada en lo que ellos empleaban las veinticuatro horas del día, formaba parte de su pequeño patrimonio. Ellos no eran más que unos meros asalariados: criados de los grandes terratenientes y ganaderos de su tierra extremeña. Sin embargo, no les quedaba más remedio que seguir sirviendo fielmente a sus amos, de quienes recibían los escasos medios de supervivencia, suya y de sus familias. Vivían solo a merced de sus amos.
Y no todos estaban contentos con esta situación social. Tampoco del trato recibido de sus patronos. ¿Qué futuro podían labrar para ellos y sus hijos en estas condiciones? Los pastores jóvenes estaban haciendo lo mismo que habían hecho sus padres. Trabajar para otros. Así que, cuando pasaban por los distintos terrenos, se les abrían más los ojos, y mirando hacia el futuro, se replanteaban el problema y la búsqueda de soluciones al mismo.
Más de un maritero, al recorrer este valle del páramo, se cuestionaba la posibilidad de dejar algún día la dehesa extremeña y quedarse a pastar su ganado propio por estos terrenos. Sí, pensaría alguno también: el valle de ambroz es más rico en pastos que este terreno paramero. Pero las maritas que guardo no son mías y los pastos de las dehesas, tampoco me pertenecen.
Por el contrario, en este terreno tendremos algún día la posibilidad de pastar un rebaño nuestro y hacernos con terreno también propio. Con toda claridad iban viendo que sería posible saciar la ilusión que germinaba en sus mentes. Poder decir: “mis ovejas”, “mis tierras”, y olvidarse de las otras frases: “las ovejas de mi amo” y “las tierras de los terratenientes”.
3
Y Llegó el año añorado, en el que mas de una media docena de mariteros jóvenes se decidieron hacer realidad en sus vidas, lo tantas veces soñado por ellos y sus antepasados, en aquellas largas noches pasadas al raso, cuando en la descansadera del valle de este páramo, reposaban los rebaños de sus amos. ¿Qué año fue aquel? La respuesta no se precisa consignarla en estos retazos; se la dejo a la labor de los historiadores.
Mas, si el año ha quedado oculto en la nebulosa de lo desconocido, no así sucede con la época del año, cuando trashumaban las ovejas de un terreno al otro. Sin duda alguna, el caso que nos ocupa, debió ser en el tiempo primaveral, cuando recorrían el cordel hacia la montaña leonesa de Prioro y Riaño.
El clima primaveral jugaba a favor de los emprendedores mariteros. Podían llevar a cabo la experiencia, porque habían visto años atrás que, efectivamente, este páramo gozaba también de un tiempo suave estos meses de primavera y los siguientes de verano.
Aquel primer, año ocho de los “mariteros” trajeron sus pequeñas puntas de ovejas merinas, envueltas con las de los grandes rebaños de las dehesas extremeñas. La intención era otra a la de sus compañeros. Habían decidido quedarse con ellas en este páramo e iniciar una nueva andadura pastoril. Cierto que lo de este primer año no iba a ser más que un ensayo, una prueba, mera intentona. La viabilidad de este primer intento, lo verían más claramente cuando en otoño volvieran de la montaña sus compañeros con los rebaños y ellos se incorporarían a ellos.
Pasada la noche en la “descansadera” del páramo, que para nuestros jóvenes pastores se había hecho interminable, de buena mañana, los rebaños que tenían que continuar el recorrido de la cañada, reemprendieron la marcha hacia la montaña, no sin antes despedirse de sus emprendedores colegas mariteros. En otoño se volverían a ver, para, juntos regresar a su valle de Ambroz, donde les esperarían ansiosas sus familias.
Aquel primer día había amanecido muy claro. Uno de los días que la primavera ofrece a aquella tierra todavía fría, como consecuencia de los crudos inviernos. Los pioneros mariteros, aunque lo intentaban, no podían desprenderse de cierta melancolía, al quedar ya solos en aquel paraje. Permanecían extasiados ante sus cuatro viejas tiendas, hasta perder de vista a los rebaños que se alejaban. El hato de ovejas que habían apartado del gran rebaño, parecía haber comprendido la nueva situación en la que quedaban allí. Pero como todavía era muy pronto, volvieron a echarse en la hierba.
Durante todo este tiempo, tres perros mastines les harían compañía y los defenderían a ellos y a sus ganados de posibles ataques de alguna fiera. Para protegerse llevaban al cuello unas carrancas.
Igualmente, el futuro establo, pendiente de construcción cuanto antes, tendría atados a los pesebres cuatro burros y dos yeguas. Estos animales les servirían de gran ayuda para los desplazamientos que hicieran a otros lugares, sobre todo, a la cercana villa de Saldaña, centro mercantil de toda la contornada, para hacer sus ventas y compras.
De las cuatro tiendas que habían plantado, una estaba destinada para guardar la intendencia y demás utensilios que habían traído. Las otras tres tiendas servirían para guarecerse ellos, hasta que las sustituyeran los chozos o cachaperas, que pensaban ir construyendo.
Aquel año venía una primavera muy húmeda, debido a las abundantes lluvias caídas en invierno, despedido hacía pocos días, cuando ellos llegaron. En consecuencia, llevaba bastante agua el pequeño torrente, que veían correr por el valle, paralelo a la cañada que habían traído.
En este recorrido primaveral, los grandes rebaños de maritas trashumantes habían encontrado el amplio valle, exuberante de fresca hierba y abundante agua. Por lo tanto, al pequeño ganado de estos mariteros pioneros, se le prometía un copioso pasto en aquella primera temporada de careo en el páramo.
Así que, pasada la primera jornada del ganado paciendo alrededor de la campera, donde habían plantado las tiendas, al día siguiente, dos de los mariteros se encargaron de bajar el ganado a pastar por la ribera del torrente, abundante entonces en hierba, porque en invierno el pequeño río prescindió del cauce e inundó todo, quedando así bien regado el valle. Habían concertado que estos primeros días, irían con el ganado dos pastores, pues, además de cuidar las ovejas, irían explorando y conociendo el terreno. A dos de los fieles mastines también los habían llevado con ellos, para ayudarles en el careo del ganado.
Este primer día habían quedado los otros seis mariteros, al cuidado de los burros y las yeguas, así como de las viandas y demás pertenencias que habían traído para pasar la temporada veraniega en estas tierras del páramo. Las provisiones eran abundantes. Los cuatro burros y las dos yeguas las habían transportado en sus lomos. Además, estos seis mariteros comenzarían a hacer un aprisco provisional, para encerrar el ganado, por la noche.
En la parte alta de la margen izquierda del pequeño río, se extendía la gran campera, que desde el principio de la trashumancia, habían escogido los mariteros, como zona de descanso para los grandes rebaños transhumantes. De ahí el nombre de “descansadera”, que les daban a estos trozos de terreno, dentro de los cordeles de las marinas. Entre una descansadera y otra mediaba la distancia de unos quince a veinte kilómetros, recorrido que solían hacer las ovejas en una jornada.
Pues bien, aquí habían plantado estos jóvenes mariteros las cuatro viejas tiendas de campaña, que habían traído de su valle de Ambroz. Y aquí, en esta descansadera, pondrían las raíces del poblamiento que en su día se llamará “villambroz”.
Llegó la segunda tarde y el rebaño que había pasado todo el día pastando por los alrededores, volvió a la descansadera. Esa noche ya no quedarían las ovejas, al amparo solo de los mastines y los correspondientes mariteros vigilantes. Durante el dían, los seis mariteros ya habían hecho una simple cerca para el ganado. Había sido la primera labor de estos pastores. Sin tener que ir lejos, habían cortado leña de roble, abundante por los alrededores de la campera, para hacer una simple cerca, que en su día se convertiría en un corral de ovejas. Así podrían pasar mejor las noches, al resguardo de cualquier ataque nocturno de los lobos u otras alimañas que merodeaban por aquel entorno.
También, habían preparado bien el terreno que rodeaba las cuatro viejas tiendas, traídas para pasar la primera temporada, hasta que terminaran de levantar unas pequeñas cachaperas o chozos, como los llamaban ellos. Estas, con el correr de los días se irían ampliando y perfeccionando, hasta parecerse en algo a los chozos que se hacían en la montaña y en el valle de ambroz, para pasar las noches y hacer frente a las inclemencias del tiempo.
Los días siguientes prepararían también un cobertizo o una simple cuadra para las dos yeguas y los cuatro burros. Mientras tanto, estos animales tendrían que pasar algunas noches más, atados fuera, al abrigo de los chozos.
4
El discurrir de los días y semanas, era casi una copia de los anteriores. El ganado salía al campo todas las mañanas, pastoreado ya por un maritero solo. Desde el principio, se iban turnando por semanas, para que todos fueran conociendo mejoal ganado y al terreno. Según pasaba el tiempo, los pastores iban recorriendo el campo y descubriendo nuevos pastos. Unas veces soltaban para gallego y subían al monte; otras veces llevaban a las ovejas para la parte de cierzo y pastaban también en los encinares. El pastor de turno nunca iba solo, siempre tenía la valiosa compañía y ayuda de uno de los mastines. Mientras que dos perros se quedaban con los otros pastores, para hacer de guardián del asentamiento.
Entre tanto, los siete mariteros que se quedaban, seguían afanosos en la labor por acondicionar o mejorar el establecimiento pastoril. Las tiendas eran sustituidas por las cachaperas o chozos, de mayor capacidad y consistencia. Las primeras eran similares a los chozos de la montaña o a las tradicionales “bóvedas”, como las llamaban en el valle de Ambroz.
Así también al cercado de las ovejas, hecho de prisa con cuatro palos, lo completaban cada día, poniendo más leña alrededor. También hicieron un chamizo, lo que luego serán tenadas, donde podían meterse las ovejas cuando llovía por la noche.
Con la exploración del terreno que iban haciendo cada día, se daban cuenta los mariteros que estaban viviendo en un asentamiento algo más rico de lo que pensaron en un primer momento. A las muchas posibilidades que veían en el ancho valle, se añadía en el alto oeste del valle, la gran extensión de terreno de monte, poblado de grandes robles, donde abundaban las atalayas, asi como abundantes y variados matorrales de las más diversas especies. Así como por la parte de cierzo también había grandes extensiones de monte, poblado principalmente de encinas, además de toda clase de arbustos. Todos estos descubrimientos les aumentaban a los ocho mariteros el acicate para reafirmarse el llevar adelante la empresa que habían comenzado como prueba. Iban comprobando que este terreno sustituiría bien al terreno del valle de Ambroz.
A aquellos primeros aspirantes a pobladores del páramo, no les bastaba conocer solamente sus alrededores más cercanos; necesitaban ampliar el horizonte.
Por lo que ellos habían indagado antes de salir de su valle de Ambroz, por allí cerca había algunos pueblos pequeñitos. Pero sabían que a no muchos kilómetros de allí estaba la villa de Saldaña. Un pueblo grande en comparación con los otros muchos de su comarca.
Y decidieron ir a comprobar la existencia de esa Villa y ver las posibilidades que les brindaría en el futuro. Así que un día, dos de los pastores montaron en sendas yeguas y por un camino que pasaba muy cerca de donde estaban ellos acampados, se llegaron a la villa de Saldaña.
En esta primera visita a Saldaña, se cercioraron de lo que habían oído a otros mariteros. Esta localidad estaba situada en la vega del río Carrión. Era un centro comercial de importancia para aquella zona.
Y aprovechando este primer viaje a Saldaña, se provisionaron de alimentos y otras muchas cosas que creían iban a necesitar algún día. Les llamó la atención de esta villa la plaza cuadrada y rodeada de soportales, todo de madera. También se dieron cuenta de que casi todas las tiendas estaban en esta plaza, al amparo de estos soportales
Igualmente se informaron de que todos los martes había mercado, y que lo hacían en los soportales de la plaza. Aquí acudían a comprar y vender la gente de los pueblos de la vega y de otras zonas cercanas, como nuestro páramo. Además los primeros martes de mes había también feria de animales, se vendía y compraba trigo, centeno, avena, legumbres de toda clase, principalmente, alubias. En verano y otoño, abundaba la verdura, y la frutas. Todo producido en las huertas de Saldaña.
Por otra parte, aunque ese día no era mercado, les llamó la atención ver que a la entrada de alguna tienda, había en el suelo canastas con verduras y fruta para su venta. En fin, aunque los dos mariteros comprobaron que Saldaña era más pequeña que sus pueblos extremeños, sin embargo, vieron que era una villa más comercial, que el pueblo más importante del valle de Ambroz, Abadía.
Ya tarde, montaron en sus cabalgaduras, llegando a su asentamiento al oscurecer, cuando el pastor de aquel día también había recogido el ganado en la nueva cerca, que habían terminado de hacer los otros mariteros, que se habían quedado en lo que ya podríamos denominar como el campamento o descansadera, en el argot de los mariteros. De nuevo, juntos todos cenaron lo que habían preparado los dos mariteros, cocineros ese día, y se dispusieron a pasar una noche más, en brazos de “Morfeo”.
Cuando el tiempo se lo permitía, llegada la noche, al resplandor y calor de la hoguera que hacían en medio de los chozos, se intercambiaban las experiencias habidas durante la jornada. Esta noche, antes de irse a dormir todos, Crescencio y Emilio contaron lo vivido en el viaje que habían hecho a Saldaña aquel día. Empezó Emilio:
-Cuando íbamos a salir, acertó a pasar un carretero por este camino. Le paramos para preguntarle cuánto tiempo tardaríamos en llegar a Saldaña. Venía con un carro de vacas de la parte de arriba y nos dijo que iba a Sahagún, a comprar vino. El era de un pueblo de la vega de Saldaña, y que tenía una taberna. Se lo preguntamos y nos dijo que con las yeguas tardaríamos en llegar a la villa más o menos dos horas.
A lo narrado por Emilio, añadió Crescencio:
-Y ciertamente, llegamos bien siguiendo las indicaciones del carretero.
-El camino estaba bastante bien. Apostilló Emilio. Y continuó Crescencio:
-A mi me parece que Saldaña es un pueblo bastante grande, los lugareños de allí la llaman villa; pero, creo que es algo más pe queño nuestro pueblo. Emilio continuó:
-Pero en esta villa hay de todo: comercios, tiendas, botica, mercado, una iglesia grande. Pasa junto a Saldaña un río con mucha agua. Nos dijeron que era el Carrión y que bajaba de la montaña palentina.
-También nos enteramos que todos los martes hay mercado en la plaza. Se compra y se vende, sobre todo, grano, legumbre y animales ovino y vacuno. Concluyó Crescencio.
Nuestros dos viajeros habían aprovechado el día para mercar algunos alimentos, ropa y calzado. También compraron alguna herramienta que estaban necesitando y no habían traído de su Extremadura.
Pasado el tiempo, ya vencido el verano, aquel año la sequía ya se dejaba notar. Las ovejas iban encontrando menos agua por el valle. Las lagunas se iban secando.
En otra de esas tertulias nocturnas alrededor de la hoguera, el que había estado guardando las ovejas aquella jornada, Bartolomé, les contó lo que había vivido ese día:
-Compañeros, ¿sabéis lo que he descubierto hoy, muy cerca de aquí?
Les hizo esta intrigante pregunta, en espera de una respuesta supuestamente negativa por parte de los otros pastores.
-Tú dirás lo que has descubierto, Bartolomé.
Así le respondió Emilio, aparentando no dar ninguna importancia a la cuestión. Y continuó Bartolomé:
-Resulta que antes de llegar a ese camino que va a Saldaña, siguiendo el reguero que desemboca en el torrente, he descubierto de donde sale el agua. Seguí la corriente para ver de donde venía y vi que salía de un manantial, que está en un ribazo, en medio del valle.
-Y ¿qué? –interpeló, escéptico, Donaciano
-Es que no es todo lo que os he dicho. Pues se me ocurrió hacer con el oncejo y la cachaba un pequeño “ontaco” y enseguida se llenó y siguió corriendo el agua hacia abajo. Después que se aclaró, he bebido varias veces para probar el agua, y visto que es un agua muy buena, ya veréis vosotros.
-¿Ah, sí? Ja ja ja. Se rie medio esce´ptico otro pastor. Haciendo caso omiso, Bartolomé continuó:
-A la vuelta pasé por allí para ver cómo estaba la fuente, Se me ocurrió llenar la cantimplora de esa agua, para que también la probéis vosotros. Ya me diréis, pero a mi me parece mejor que el agua de esta fuentecilla de a cierzo, de la que traemos el agua.
-Trae a ver si es así como tú dices. Bartolomé se levanta y trae la cantimplora de su chozo, donde la había dejado junto a la zurrona y la cachava.
-Toma, Donaciano, y prueba tu primero.
Se la da y bebe, pasándosela luego a los otros mariteros.
-Pues es verdad, ¡Qué buena está! Afirma, Crescencio y asintiendo también los demás pastores.
A los pocos días que le tocó soltar las ovejas a Raimundo, decidió hacer el careo por donde Bartolomé les había dicho que encontró la fuente. Entonces el pastor Bartolo le pidió acompañarle para enseñarle donde estaba dicho manantial. Provistos de una zoleta y una lata, primero, agotaron el hontaco, completamente lleno de agua, y luego lo agrandaron ahondándolo más. Fue poco el tiempo que tardó en llenarse de nuevo el depósito que habían hecho.
Raimundo pasó con las ovejas el camino de Saldaña, para pastar río abajo del valle. Bartolomé, por su parte, llenó las dos cantimploras que había traído y gozoso por el preciado hallazgo, volvió a los chozos y se lo contó a los demás compañeros, que muy atentos escucharon la confirmación de la buena nueva. Desde aquel día, nuestros pastores comenzaron a traer el agua de esa fuente para beber y cocinar.
Y no se equivocaron aquellos pastores, nuestros antepasados, pues, hasta no hace mucho tiempo, cuando se metió en las casas el agua del actual profundo pozo, la mayoría de los vecinos, que no tenían pozo en casa, seguían trayendo el agua de aquella fuente, hoy conocida como “el caño” y al que los viejos del lugar siguen teniéndolo mucha consideración.
Las ovejas, que habían comenzado a abrevarse nada más bajar al valle, en una lagunita que se había formado allí, con la venida de las aguas en invierno, también comenzaron a ir a beber en el reguero de aquella fuente. Desde entonces, muchas de las reses del pueblo, ovina, bovina y mular, abundante hasta no hace mucho tiempo, siguieron abrevándose en las aguas de la inapreciada fuente, nuestro caño.
Y así pasaban los días, las semanas y los meses de aquella primera temporada de prueba de los pastores venidos del valle de Ambroz. Mientras, las ovejas llegaban al cercado todas las tardes, para pasar la noche recogidas. Los mariteros notaban que el ganado se alimentaba bien con el abundante pasto del valle y del monte, pues las reses engordaban y estaban lustrosas. Habían cambiado el pelaje que habían traído de la dehesa extremeña. Con esta experiencia, la casi decena de pastores cacereños se reafirmaban en la posibilidad, de algún día, encontrar en estas tierras castellanas su asentamiento definitivo.
5
Pero el verano había llegado a su fin, pues el invierno comenzaba a anunciarse ya en este páramo a mediados del otoño. Por las mañanas ya se sentía frío en el rostro, como dice el adagio castellano. A primeros de noviembre estaba previsto darían la vuelta sus compañeros los mariteros que habían pasado este tiempo disfrutando del frescor de las montañas leonesas de Prioro y Riaño.
En su interior, nuestros pastores comenzaban a tararear aquella canción que otros años habían cantado a viva voz, chocando el eco de sus voces en las faldas de las montañas y en lo profundo de sus valles, de los que se despedían tan alegremente:
“Ya se van los pastores a la Extremadura, dura, dura, dura
Ya se queda la sierra triste y oscura, ura, ura, ura…”
Nuestros ocho mariteros también dejarían esta tierra paramera, dentro de unos días, en la que el páramo les había dado una acogida muy prometedora para su futuro. Ahora retornarían también al abrigo del valle Ambroz, a pasar el tiempo frío invernal con los suyos, al amparo del clima más benigno extremeño.
Sobre la base de la experiencia habida la pasada primavera y vestío, en el páramo, los ocho pastores protagonistas de esta hazaña pastoril, con algunos otros más, a quienes habían ganado para la causa, el tiempo que el trabajo en la dehesa extremeña del valle de Ambroz les dejaba libre, lo dedicaron a preparar la segunda vuelta a este terreno del páramo palentino, en la próxima primavera.
La intención para esta nueva campaña era poner bases sólidas, con la mirada en un asentamiento más duradero y, a su debido tiempo, también definitivo. Así que estos meses de espera en su tierra, para ellos fue un tiempo de intensa preparación para llevar a cabo su segundo intento. Debieron pasar muchos ratos conversando entre si y con los otros pastores que se les habían sumado, para planificar detalladamente la realización de su nueva salida en la próxima primavera.
Cuando llegara el día de partida, al cargamento de costumbre de los otros años, nuestros pastores añadirían, al gran acopio de alimentos, un número considerable de toda clase de herramientas y utensilios, que pensaban iban a necesitar en la construcción de las cabañas, ya más definitiva más definitivas, que sustituirían a las que habían tenido el año anterior, las cachaperas primero y después los chozos.
Por fin, llegó el día de salida en fechas similares a las de los otros años. Como siempre, los familiares habían salido a dar el adiós a sus queridos pastores. Los amos de los ganados les abrieron las puertas de las dehesas, para que sus maritas recorrieran los cordeles de trashumancia, para pasar el verano en las frescas montañas leonesas. Era lo de todos los años.
Tanto los que se marchaban como los que se quedaban, sabían bien que les llevaría muchos días hacer el recorrido por las cañadas castellanas. Serían muchas las noches que tendrían que pasar al raso del firmamento en las descansaderas del cordel. Los veteranos mariteros sabían que, ya bastante cerca de la montaña, los ganados descansaría una noche en una conocida campera, situada en el páramo palentino, al lado de un pequeño torrente que corría por un valle.
Pero en la campaña de este año había novedades en la despedida. Era evidente que había aumentado el número de mariteros, así como también era mayor el número de reses maritas que no llevaban la marca de la dehesa de la que habían salido. Envueltas con las merinas de los grandes rebaños, iban también las ovejas de dos pequeños ganados, que eran ya propiedad de nuestros mariteros, los que habían decidido ser los primeros pobladores en este valle que dividía el páramo en dos partes, el de cierzo y el de gallego. Y es que no todos los pastores que habían comenzado el recorrido del cordel agropecuario, tenían la misma intención de llegar a la montaña leonesa.
Ahora este grupo de mariteros era más numeroso, pues al grupo de ocho del año anterior, se habían sumado ocho más; concretamente, cinco jóvenes y otros tres ya no tan jóvenes que, se habían ilusionado también con esta nueva experiencia. Y es que la empresa iniciada por estos mariteros no era sólo exclusiva de la juventud pastoril.
Caída ya la tarde, un rebaño muy numeroso ha llegado a la descansadera. Las ovejas van a pasar allí una noche de descanso. Como en la campaña anterior, al rayar el día, el gran rebaño de merinas iniciará de nuevo la marcha, cañada arriba, con el destino de los verdes y frescos valles de la montaña leonesa. Pero este año el grupo de los primeros pobladores de este terreno, apartaron las ovejas suyas y que se quedaban con ellos. Estos mariteros comenzaban a disfrutar ya de su pequeño, pero propio ganado.
Nuestros mariteros se despidieron de sus compañeros pastores, deseándose mutuamente suerte, hasta la vuelta en otoño, que se encontrarían de nuevo aquí, y se reintegrarían otra vez al gran rebaño de maritas, para volver a los pastos extremeños y abrazar a sus familias.
En esta segunda campaña, nuestros mariteros encontraron bastante deterioradas sus cachaperas o chozos. Estaban inutilizables casi todas. No en vano habían tenido que hacer frente a un invierno lluvioso y con pródigas nevadas.
Así que la primera labor de los pastores llegados a la descansadera, fue recomponer las provisionales viviendas de antaño. Mientras, vivirían en las viejas tiendas que habían traído.
Puestos a la labor, pronto los arreglaron y construyeron tres chozos más, que, con el tiempo serían sustituidos por cinco grandes cabañas o casetas. Estas nuevas viviendas ya fueron construidas de obra: estructura de madera, rellenados con barro y cantos los vacíos entre madero y madero de las paredes. Estas cinco simples construcciones serían el núcleo del futuro poblado.
Por su parte, los pastores, que cada día sacaban a pastar los dos rebaños, al mismo tiempo, aprovechaban también para ir adecuando el terreno de los alrededores a las necesidades de los ganados. Entre otras labores, a finales del seco agosto, fue limpiar y agrandar dos lagunas que se había formado con el agua remansada en unas hondonadas, durante los inviernos. Las limpiaron y descubrieron también sendas fuentes, la cuales alimentaban a las lagunas. Con estos tojos limpios, habían asegurado poder dar agua a las ovejas, todos los días de aquel seco otoño, hasta que marcharan a su Extremadura.
También arreglaron la fuente descubierta el año anterior, y que seguía manando abundante y rica agua. El depósito que hicieron la campaña anterior, fue agrandado, asegurando al mismo tiempo los laterales para que no se perdiera el manantial.
Así mismo, los mariteros que quedaban en el asentamiento, además de construir sus viviendas, a imitación de las casitas que habían dejado en el valle de Ambroz, también acabaron de hacer los dos primeros corrales, para que los ganados pudieran pasar las noches recogidos. Construyeron las tapias e hicieron lo que hoy llaman las tenadas. Las merinas ya tenían un refugio seguro para hacer frente a las noches lluviosas de comienzo de otoño.
Ya tenemos aquí más al descubierto las raíces de un naciente poblado. Lo forman cinco primitivas viviendas, con capacidad suficiente para cobijar a todos los pastores. En la parte cierzo de estas construcciones, se levantaban también los dos primeros corrales de ovejas, con tenada y patio. Igualmente, adosadas a las viviendas, habían hecho las cuadras, donde estaban recogidos las yeguas y a los burros.
Los viandantes y carreteros que iban a Saldaña o a Sahagún por el camino que pasaba al lado del nuevo poblado, ya tenían tema de conversación para todo el viaje, con lo que estaba surgiendo en aquella campera del páramo.
Con el paso de los días, nuestros primeros pobladores se iban dando más cuenta de la posibilidad de que su asentamiento en este terreno podía llegar algún día a ser definitivo. Tenían casa para ellos, cuadras para los animales, corral de ovejas, agua potable suficiente para ellos y los animales, pasto en abundancia para las ovejas… ¿Qué podían desear que no lo tuvieran aquí? Y todo ello era suyo.
Entretenidos los pastores con estos sueños, que se estaban ya haciendo realidad, la ocupación diaria con el cuidado de las ovejas y los otros animales en las cuadras, las tareas de las casas…, se les echó encima el tiempo del retorno a su tierra extremeña. Los compañeros mariteros de la montaña, cualquier día se le presentarían con sus grandes ganados, a los que ellos se tenían que integrar para volver otra vez al valle cacereño de Ambroz. Dando así por concluida esta segunda experiencia pastoril en el páramo.
Aquí, en este terreno, el pequeño oasis que habían creado los pastores mariteros, quedaría de nuevo solo y en silencio durante otra temporada. Ahora bien, se juraron a sí mismos que en la próxima vuelta no les pasaría como la vez anterior, que lo encontraron todo muy deteriorado, en completo abandono. Ahora, antes de marcharse, se asegurarían de dejar bien cerradas las puertas de las pequeñas cabañas, como también los corrales de las ovejas y las cuadras, para que a la vuelta se lo encontrasen todo en mejores condiciones que el año anterior.
Y así fue al año siguiente. Al siguiente y al siguiente. No podemos dar fechas exactas, pues la prehistoria no lo permite. Llegaría un día en el que los sueños de aquellos mariteros se harían realidad definitivamente.
Cada temporada que terminaba, en el poblamiento se notaba que las viviendas iban agrandándose y tomando formas más propias de edificaciones de las villas. Como también los corrales de ovejas y las cuadras eran más en número y mejor acondicionados. En los alrededores de las construcciones aparecían cada vez más trozos de huerta. Terreno labrado para cultivar hortalizas propias de la estación estival y apropiada al terreno. Delante o detrás de algunas viviendas también habían cavado algunos. En general, estos eran poco profundos, porque enseguida que ahondaban más, salía agua.
Las pequeñas casas crecían en número y dimensión cada año que pasaba. A alguna de ellas se les había dado más capacidad para albergar mayor número de inquilinos. A otras las habían rodeado de corralillos, donde había hecho cobertizos para criar aves, conejos, gochos... Habían hecho también más cuadras para atar a los burros, caballos, yeguas, y en su día también ganado vacuno.
En fin, cada año que pasaba los mariteros nuevos que se incorporaban a este proyecto de poblamiento en este terreno mesetario, descubrían realidades y posibilidades también nuevas y que a los pastores más veteranos se les habían pasado desapercibidas.
6
Pasado el tiempo, que se podría contar por años sucesivos, llegó el día D del año A, y ¿por qué no añadir también la hora H?, cuando aquellos pastores mariteros se decidieron dejar su valle Ambroz, para emprender ya una nueva vida en este terreno del páramo palentino, durante los doce meses del año. Daban ese paso no con los ojos cerrados. Sabían bien dónde iban. Durante unos cuantos años habían pasado temporadas en ese terreno y lo conocían bien.
Pero este año revestía además alguna peculiaridad. Vamos a conocer que aquella campaña de los pastores trashumantes se había transformado, en parte también, en trashumancia de las primeras familias mariteras, que sería como la base firme del nuevo poblamiento mesetario. El grupo de mariteros contaba también con las mujeres de ocho jóvenes pastores
En el valle cacereño de Ambroz, los días previos a la salida de los ganados a las montañas de León, aquel año estaba viviendo una novedad. Los preparativos diferían mucho de aquellos de otros años, las vísperas de la marcha de los rebaños merinos. Tenían en la mente, nada menos que la ausencia de doce meses. Así que los preparativos de los mariteros este año tenían que contar con un invierno, que no se sabía cómo vendría aquel año en este nuevo terreno.
La despedida de los pastores trashumantes, en consecuencia, este año sería distinta a la de otras temporadas anteriores. En esta ocasión, al tiempo de estancia prolongada a un año, tenían que añadir el hecho insólito de que se despedían pastores y pastoras y pastoras también.
De las ocho parejas, cuatro de ellas tenían que dejar los hijos a cargo de sus abuelos, durante el tiempo el que sus madres estarían ausentes. Cierto es que por ser el primer año, sería media temporada. Hasta que no estuviera asegurado el asentamiento de este nuevo poblado en el páramo palentino, no podía “echarse al agua” toda la familia, sin que los hijos tuvieran también el debido flotador. Y esto todavía tardaría en hacerse efectivo algún año más.
Efectivamente, las mujeres, pasado el verano con sus maridos en el proyectado poblamiento del valle en el páramo, volverían al valle de Ambroz. Cuando en otoño volvieran de la montaña los rebaños, ellas se incorporarían, para seguir el camino de vuelta a su valle de Ambroz. En esta primera experiencia se quedarían los otros mariteros, que habían decidido pasar todo el año, con sus propios ganados, como prueba, para, en años sucesivos, hacer definitiva la estancia.
De mañana temprano, en el valle del Ambroz ya se oía el vocerío de hombres y mujeres y de chiguitos y chiguitas. Habían madrugado todos porque iban a despedir a los pastores y pastoras que marchaban con los grandes rebaños de maritas, dejando las dehesas extremeñas para hacer el largo recorrido de la cañada real leonesa, a la montaña en busca del pasto estival.
Así era. Los mariteros y mariteras estaban dando los últimos adiós a su gente. Alguno dejaba atrás llorosos a sus ancianos padres. Otros pastores y pastoras se despedían por un corto tiempo, de su prole pequeña, que dejaban a buen recaudo en manos de sus abuelos, con la ilusión de que dentro de poco tiempo volverían sus padres y les traerían muchas cosas de aquellas lejanas tierras, donde pasarían los meses de verano, pastando sus propios rebaños.
Y comenzaron la trashumancia primaveral. Después de recorrer la cañada por no sé cuántos días con sus noches, llegarían a la conocida descansadera al lado del valle del torrente Cueza, en el páramo palentino. Estando ya bastante cerca del destino, a los veteranos pastores se les iba notando un cierto nerviosismo, pues no sabían cómo encontrarían el lugar donde ya tenían sus casas esperándoles. Dejaron la seca cañada en donde comienza el verde valle de la Cueza y siguieron cauce arriba, hasta llegar a la campera, donde verían levantadas sus cabañas. El terreno que pisaban ya les era conocido.
Para algunos de ellos y sus pequeños rebaños, sería este año el final de la travesía. Cuando se iban acercando, los nervios de algunos mariteros les salían a flor de piel. No sabían en qué estado encontrarían sus pequeñas casas, las tenadas de los corrales, las cuadras, construidas el año anterior. ¿Estarían como las habían dejado?
Estos nervios iban templándose según se acercaban y podían comprobar que el poblado se mantenía en pie, tal cual lo habían dejado en la última campaña. La alegría de estos pastores era incontenible. Habían llegado ya a sus propias casas y a sus propios corrales para encerrar en ellos a sus propios ganados. Ese año ya eran cuatro pequeños rebaños. Pocos, ciertamente, pero éstos eran suyos propios. Por fin, sus sueños se hacían realidad.
Como habían llegado caída la tarde, nuestros mariteros y mariteras no tuvieron tiempo mas que de abrir las puertas de sus casas y pasar la noche pudieran.esa noche. Los rebaños llenaron toda la descansadera, y allí pasarían al raso del cielo toda la noche. Esperarían al día siguiente para hacer el apartado de los ganados que tenían que quedarse allí. Por su parte, las mariteras casi pasaron la noche de claro en claro, ocupadas en aposentarse en sus nuevas viviendas. A la luz de los quinqués, faroles y candiles fueron limpiando un poco las casas y colocando las cosas que habían traído en los burros y las yeguas. Esta vez los asnos eran ocho, cuatro yeguas y cuatro caballos.
La impaciencia de aquellos mariteros no les había permitido dejarlo para cuando fuera de día y emplear la primera noche para descansar. El gran rebaño de las maritas pasó la noche, como de costumbre, al raso y los mariteros que las cuidaban también durmieron al sereno. Acertó que el cielo estaba estrellado. Eso explica que esa noche helaría algo. Así que los pastores tuvieron que dormir bien tapados con las gruesas mantas de lana y al remanso de las pocas casas que había y el calor de una hoguera.
No obstante, la mañana del día siguiente amaneció clara y con bastante rocío primaveral. Los mariteros almorzaron sus calderos de sopa de leche de cabra y un buen torrezno de tocino, regado con vino. Las ovejas seguía echadas, muchas de ellas aún dormían. Y es que, aunque un poco fría, la mañana era apacible, que invitaba a las ovejas a seguir echadas en la campera, resistiéndose a levantarse a pesar de que los pastores iban por el medio del ganado y dándoles sobre los lomos con sus varas.
Cuando ya estaban todas levantadas, un pastor se puso delante de uno de los marones dándole trocitos de pan, para que le siguiera y pusiera en movimiento a todas las maritas. Por su parte, los otros mariteros y los mastines por los lados iban animándolas con las varas a seguir andando.
De la descansadera las bajaron, primero a beber en la laguna de abajo. Las estuvieron pastando por aquel entorno hasta bastante tarde, que las subieron otra vez a la descansadera.
Entonces, lo que quedaba del día lo emplearon en apartar las ovejas de los pastores que no continuarían el viaje hasta la montaña. Según las apartaban las metían en los cercados, donde ya pasarían la noche que se acercaba. Eran tan solo tres ganaditos de ovejas, que iban a ser la base del patrimonio pastoril de aquellos mariteros.
Al amanecer el día segundo en la campera, después de almorzar ellos y los burros y caballos y yeguas de comer el pienso de las cebaderas, los cargaron de nuevo con todo el ajuar pastoril que traían, se despidieron los mariteros unos de otros, y pusieron en movimiento a las ovejas con la ayuda de los marones que iban delante de ellas. Este movimiento se producía al unísono del sonar de las “cencerras” de las ovejas y los cencerrones colgados al cuello de los marones.
Según se alejaba el gran rebaño, se iba perdiendo su vista y se apagaba también el sonar acompasado de las cencerras y cencerrones. La descansadera quedaba casi sumida en el silencio, si no fuera por el balar de las maritas que quedaban metidas en la cerca, en espera de salir de allí a pacer por el valle y revivir las jornadas de antaño. Pudiera ser también que les afectara la separación de sus compañeras las ovejas que habían marchado o, quizás también, extrañaran de momento el cercado donde estaban encerradas.
Por su parte, la jornada aquella se les presentaba al grupo de mariteros llena de incógnitas. Los que repetían la gesta, desconocían si la nueva experiencia les resultaría como la de años anteriores. Para los nuevos mariteros ese día era el inicio de la ilusionada trayectoria en aquella tierra castellana. En todos ellos se abría la puerta a la transcendental empresa de comenzar una nueva vida en este valle del páramo palentino.
Entre los muchos recuerdos que tenían almacenados los mariteros en sus mentes, uno era que a raíz de los viajes que habían hecho a Saldaña, a la entrada de la villa habían visto carros a la puerta de lo que debía ser una carpintería. Luego se enteraron que era también carretero, que hacía nuevos y arreglaba carros viejos. Así que, ya antes de salir del valle de Ambroz, los pastores pensaron que una de las primeras cosas que harían al llegar al páramo, sería ir a Saldaña a hacerse con dos carros, de varas y con toldo, para enganchar a los caballos y yeguas y poder desplazarse mejor al mercado de la Villa. En ellos llevarían los corderos y ovejas para vender, transportar sacos de grano y otras muchas mercancías. Y dentro del poblamiento acarrear leña, madera cortada en el monte para vigas y otras funciones en la construcción de la casas. Y así lo hicieron.
7
En el horizonte el sol se estaba desperezándose también aquella primera mañana. Al salir a la puerta de sus cdabañas, los mariteros y mariteras no podía prescindir de sus zamarras o mantones, porque venía un viento fresco de cierzo, al que todavía no estaban acostumbrados. Nuestros pastores y pastoras almorzaron el caldero de sopas de leche, preparado este primer día por dos veteranos mariteros, y comenzaron a faenar..
Durante todo el día, no faltaba en las conversaciones continuas alusiones a los compañeros mariteros, que ya llevaban un tiempo arreando al rebaño de maritas, por la cañada que les llevaba a las montañas de Prioro y Riaño.
Las mujeres iban de una cabaña a otra, revisando bien todas ellas y dándose ya una idea de las posibilidades que tenían para hacer una distribución equitativa de ellas, entre los mariteros y mariteras. Los cinco matrimonios ocuparía una vivienda cada uno y los otros pastores solteros se distribuirían en las otras cabañas. No encontrarían muchas dificultades en este reparto, porque muchos de ellos estaban unidos por lazos familiares y los demás, la amistad les unía lo suficiente como para superar cualquier obstáculo que se les pusiera por delante.
El constante balar de la ovejas encerradas les avisaba que tenían que soltarlas a pacer. Y así lo hicieron. Tres pastores ya conocedores del terreno por su veteranía, soltaron sus respectivos ganados a pastar. Como ya conocían el terreno, cada uno tomó distinto careo. Uno llevaría las ovejas valle arriba y el otro valle abajo y el tercero se quedaría por los alrededores del poblamiento. En días sucesivos irían alternándose el careo del ganado por el campo, que con los días iba exstendiéndose más, a lo largo y ancho del valle.
Como base de esta experiencia de vida, estaba la “unidad” reinante en este grupo de pastores y pastoras. Gracias a ella, las labores cotidianas en el asentamiento se organizaban de común acuerdo. Habían emprendido una empresa comunitaria. Partimos del hecho que en aquel grupo humano todavía no había entrado a regir la propiedad privada. Las ovejas, las casas, los corrales, los animales que habían traído con ellos, todo era del común. En consecuencia, los trabajos se organizaban comunitariamente. Por supuesto, que esta vida comunitaria del asentamiento no dejaba de ser relativa y transitoria.
Aquellos primeros días, los que se quedaban como custodios del asentamiento en la descansadera, se organizaban de común acuerdo la nueva vida. De momento, en las pequeñas viviendas estaba todo por hacer. Habrían de ser ellos quienes fueran adecuando la estancia a sus necesidades más perentorias. Lo primero que hicieron en todas las casas fue dividirlas en dos estancias: una la cocina donde ya habían hecho las hornachas y la otra estancia, los cuartos dormitorios, en donde poner los camastros. En esta labores, podríamos llamarlas caseras, tuvieron gran importancia las cinco mujeres, que se habían sumado a esta experiencia pastoril.
Con el correr de los días, se iba notando que el asentamiento primitivo iba convirtiéndose en un poblado. A las pequeñas viviendas se le iba añadiendo elementos nuevos que las convertía en casas relativamente más grandes y confortables.
Aquel lugar del páramo, en el que el primer año aparecieron tres chozos o cachaperas, ahora, unos pocos años después se había poblado de cabañas, rodeadas de tres corrales con sus respectivas tenadas y patios. También aumentaban los huertos junto a las casas para verdura y legumbres. Se podía decir que en aquella campera, la descansadera de las maritas, estaba naciendo una nueva población, habitada por pastores que habían venido de tierras extremeñas.
Según pasaban los años, aquella población advenediza iba aumentando y con los habitantes crecía también el número de cabañas y corrales, porque el número de ganados también crecía. El poblado cada vez estaba rodeado de más huertas, que las sembraban de arrenes para dárselo a las ovejas y demás animales. Así como también iban apareciendo trozos de tierra roturados, de modo que ya se veía que se extendía la tierra para cultivo de cereales. Incluso, cerca del río se labraban nuevas tierras para cultivar legumbres, característica de las vegas. En fin, que la actividad pastoril estaba dejando de ser exclusiva, dando paso al nacimiento y desarrollo de la agricultura en aquel terreno todavía virgen, dejando de ser baldío y convertiéndose en cultivado.
Como ya conocían bien los mariteros veteranos, en camino de carros que cruzaba la descansadera, hacia la parte de gallego se dirigía a la ya famosa villa de Sahagún. Por la parte contraria, hacia cierzo, el camino llevaba a la también conocida villa de Saldaña. Así que era muy corriente ver a los carreteros ir y venir por este camino en dirección a las dos villas. Estos carreteros fueron los primeros que, al pasar por aquella campera, veían que allí iba surgiendo un nuevo poblamiento. Pero todo aquello quedaba en ellos en la pregunta: ¿qué gente vivirá ahí? En un principio nadie les daba una respuesta.
Con el tiempo, se veía que aquella gente advenediza eran pastores. A veces se podía ver algún ganado pastando cerca del camino de carros. Pero los pastores aquellos seguían sin ser conocidos como pastores que habían venido de Extremadura. Y aquel grupo de cabañas seguía sin tener nombre. La gente de los pueblos vecinos se encargaría de ponérselo.
Sabemos que muy cerca de aquí estaba un poblado de características muy similares a la del poblado que estaba apareciendo. Se llamaba Cabañas. Este que debió desaparecer por el siglo XVII ó XVIII. Ahora no nos preocupa la certeza histórica. También era un poblado de pastores. Entonces a este nuevo asentamiento, que estaba formado también de cabañas y corrales de ovejas, empezaron a llamarlo Cabannolas o Cabañuelas, en el castellano de hoy.
Durante una larga temporada aquellos pastores extremeños y sus sencillas cabañas fueron objeto de conversaciones, los martes en la plaza de Saldaña, y los sábados en el mercado de Sahagún. Cuando se enteraron que aquellos pastores que habitaban en el nuevo poblado de cabañuelas, procedían de un valle extremeño, llamado Ambroz, comenzaron a identificarlos como los “pastores del valle de Ambroz”.
Este apelativo fue calando y los mismos mariteros se presentaban como los pastores que habían venido del valle cacereño de Ambroz. Iban al mercado de Saldaña a vender algunos corderillos o comprar pienso para las yeguas y los caballos, comida para las aves de corral que tuvieran, y siempre se identificaban como los pastores del valle Ambroz de Cáceres.
Con el tiempo, los mismos carreteros que pasaban por el camino a Sahagún o Saldaña, veían que en aquel asentamiento iban apareciendo nuevas edificaciones y ya más parecidas a las casas de las villas de Saldaña y Sahagún, que a las del pueblo de Cabañas. Entonces empezaron a sustituir el nombre de “cabañuelas” por el de “villa”, lo que les sugirió identificar aquella nueva población como “la villa de los pastores del valle de Ambroz”.
Por fin, ya tenemos cómo llamar a aquel incipiente pueblo del páramo palentino. Aunque, ciertamente, el nombre resultaba un poco complejo. Pero siguiendo la tendencia de los humanos de simplificar el lenguaje, hasta elevar varios conceptos a la categoría de uno solo y a un término, al referirse al lugar que habitaban aquellos pastores, la gente decía refiriéndose estos advenedizos: los pastores de la “villa del valle Ambroz”. Con ello ya nos acercamos más a la denominación definitiva del pueblo: “villa Ambroz”. Y haciendo caso a la pereza que nos invade cuando tenemos que pronunciar, simplificaron más la palabra quitando la “a” que se repetía, quedando definitivamente el nombre actual, “villambroz”.
¿Qué te parece, querido lector, esta simple e imaginativa explicación del supuesto origen del nombre de nuestro pueblo Villambroz? Me he tomado la molestia de indagar un poco, para intentar casar mi imaginación con la realidad, y he visto que la historia no nos lo dice, ni nosotros hemos insistido en preguntárselo. Lo cual ha hecho que yo pusiera en funcionamiento mi fantasía y contara que pudo haber sido como lo hemos descrito en estos retazos rurales.
Aquí se termina la prehistoria de Villambroz...
… Y aquí comenzarían los orígenes históricos de Villambroz.
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