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Antano chiguitos |
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MEMORIAS DE NIÑEZ
por AMANDO VELASCO GONZÁLEZ
Villambroz 2010
6
Los chiguitos al abrigo de los mayores
En fin, tomemos resuello para acometer el siguiente y último tema. Gran cambio se experimenta en la gente, no sólo en la cantidad, sino también en la calidad. Y advierto que esto último no ha de quedar sin tocar. Era frecuente, por ejemplo, encontrar cuadrillas de veinte personas o más, a la solana de alguna esquina, y al abrigo de los vientos reinantes. Eran todos ellos jubilados del pueblo; seniles personajes, vetustas memorias que la dura vida no logró achucuyar, más bien, alimentar. Cachavas sujetas por trémulas manos, fajas en el mismo borde del anacronismo, boinas tapando cabezas ennoblecidas por venerable canicie o por la falta de ella; algún cigarro de picadillo colgando de labios amoratados, una antiparra por aquí y un audífono por allá completaría el cuadro.
En cuanto a señoras, no era escaso el plantel de viudas con más dientes en falta que en la boca, con pellejudas manos y plegada cara, dejando asomar el pañuelo negro unos clines blancos que del moño se escapaban. Vestían de negro hasta los pies, y cada vez su cuerpo mermaba más y más, así también su paso para ir al santo Rosario con que don Faustino las deleitaba.
Todos se fueron sin dejar conveniente recambio, por lo cual el númeo de gente es ahora mucho menor. No hay que pasar por alto, que al hablar del recambio, es referido al que permaneció en el pueblo, puesto que de no haber emigrado el cambio generacional, Villambroz sería veinte veces más de lo que es hoy; si bien eso sí, no habría sino un montón de huesos comiéndose unos a otros. Esto es en cuanto a cantidad.
En cuanto a calidad humana, a la que antes me refería, el retroceso es brutal. Todo lo avanzado en el terreno material, se perdió en ética, valores y moralidad. El respeto que antes sobraba y que se podría decir que, incluso, rayaba en miedo, ahora brilla por su ausencia.
Nuestra cuadrilla infantil consta de seis niños. No sabíamos que existían separaciones ni divorcios. En el caso de los críos mayores y mozuelos tampoco, y es más, en el colegio no recuerdo un solo chiquillo con problemas semejantes. Se puede afirmar sin miedo a errar, que eran excepciones rarísimas. Nosotros vivimos el regalo el inmenso regalo de ver a nuestros padres siempre juntos. Hoy voceaba uno y callaba el otro; mañana voceaba el otro y callaba el primero; pero juntos, protegiendo siempre con su manto el mundo fantástico del niño, haciéndole sentirse totalmente seguro.
Hoy las parejas se separan sin motivos reales, a no ser que les sobre cuatro duros de tres que tienen. Ignoran en su idiota ilusión, que nunca fueron pareja. Nunca pensaron en el otro antes que en sí mismo, nunca practicaron la responsabilidad, ni el compromiso, ni la confianza en el otro, ni en Dios; ignorantes de lo que es el deber y las obligaciones, y, por supuesto, arrinconar esto en el olvido, en vez de elevarlo a la excelsitud de lo sagrado.
Esto es el matrimonio, y su ruptura provoca muchas carencias y huecos en la formación de la prole: los hace desgraciados y los envilecen. Tenga hijos quien para él todo esto lo entienda de forma meridiana, y dedíquense los demás a su propia educación antes de tomar tan graves responsabilidades.
El respeto a nuestros maestros y profesores se pierde a muy tempranas edades, emulando a sus padres, que en vez de corregir desviaciones propias de la edad y la educación, se empeñan en sobreprotecciones ilusorias, incongruentes con la formación de hombres de provecho.
Y para los legisladores, herramienta divina para llevar a las naciones por la senda del progreso, la paz, la concordia, la justicia y la ética, conforme a nuestra cultura y conciencias cristianas. Resulta que nada de esto han oído hablar, que no cabe en sus duras molleras, no dejando la mentira, falsedad e inquina sitio para ello. En vez de procurarlo, se dedican a poner sobre las manos de los todavía niños, el arma con que pueden asesinar impunemente a su hijo, dejando justificado tan execrable acto en las manos sangrientas de una niña. Resulta que cosas nimias necesitan consentimiento de los progenitores, pero para matar a su hijo –que es vida propia y por lo tanto no pertenece a la madre, que no es más que un instrumento de vida- se lo permitimos, no sabiendo que con el mismo crimen mueren a la vez el hijo y el alma de la madre.
De niño tuve la grandísima suerte de contar con dos mentores y mecenas: uno tío Higinio, que en gloria esté, y otro tío Argimiro, que ahora también se ocupa de mis hijos, como, sobre todo, tío Basilio; dando batalla a las perversas ideas e influencias malvadas que a diario reciben. Estos valores fundamentales se insertaron en mi ser, gracias al ejemplo de estos maestros, y también de otros sin título, como mis padres y mis abuelos.
Y hasta aquí estos vericuetos moralistas, intrincados senderos de los tiempos y de las culturas. Es una visión subjetiva, que no pesimista –aunque esta apreciación no puede escapar a sospecha de parcialidad- si bien me alegraría grandemente de que así fuera. De todas formas, el sufrido lector me ha de perdonar si encuentra algo tachable y esperar no crear descontentos, como le pasaba a Luis XIV de Francia: “cada vez que proveo una plaza vacante, creo cien descontesto y un ingrato”. A modo de justificación, reivindico el derecho a expresarse y como prueba de buena terapia, he aquí unas palabras de Francis Bacon: “el leer hace completo al hombre, el hablar le hace expeditivo, el escribir lo hace exacto”.
Estas son líneas que apuntan a la claridad, pero al mismo tiempo con pretensión de alcanzar cierta elegancia. Y en aras de ella, no se me ocurre mejor colofón que una cita de Luís Cernuda, que viene muy a punto y refleja de una forma exacta y en menos palabras, la niñez, desde los vastos recovecos de la memoria: “¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad”.
5
Peripecia en la fragua de Andrés, el herrero
Y tras este paréntesis, necesario a mi juicio para no confundir trastos con gamberros o incluso delincuentes, proseguimos la narración de aquella noche.
Era buena de temperatura aunque con un vientecillo que hacía agradable el remanso. Quiso el azar que, pasando por delante de la fragua, la del señor Andrés, no la del tío Bernardino que ni siquiera conocí, alguien dijera que no sería mala idea entrar dentro. Concisa es la memoria sobre la autoría de tal idea, aunque es atribuible a todos; pero cómo entramos, es más oscuro aún. Saltamos por la tapia, pues de éstas no se resistí una, y aprovechando que la seguridad de la puerta del patio dejaba mucho que desear, entramos. Por supuesto, el señor Andrés ya había fallecido y su viuda también; ésta a primeros de noviembre de 1983, y él el 5 de enero dos años antes; con lo cual aquello se encontraba abandonado.
En la descripción del taller, es curioso que hay muchas cosas que podría pintar sobre lienzo, pero la memoria no me concreta si había una ventana a cada lado de la puerta de la calle, o sólo una y a qué lado. Baste que era una ventana grande de cristales pequeños, de fuertes y tupidas rejas. No fue pequeño nuestro desengaño, cuando comprobamos que no se veía casi nada, de la oscuridad que imperaba. Sólo después de un ratillo fuimos percibiendo objetos, gracias a una pequeña claridad que por la ventana entraba desde la luna. A ambos lados de la puerta de la calle se encontraban sendos bancos de trabajo, con balda corrida, que los dividía en dos mitades. Sobre áquellos y ésos trabajos propios del oficio de herrero, tales como tenazas varias, martillos y mazas, tornillos de apriete, punzones…, una amalgama de aperos y un sinfín de trastos y cacharros.
De frente la puerta por donde entramos, que servía también para meter las yuntas al patio donde se hallaba el potro para herrar las vacas. Teniendo esta puerta como referencia, a su derecha un pajaruco con una portillera y justo a su izqierda, la fragua propiamente dicha, con su montón de carbón al lado y un recipiente mediano con agua para enfriar los hierros. Era cuadrada de forma, de un metro largo de lado, por otro de alto. Sobre ella una especie de campana para evacuar los humos al exterior por medio de la chimenea. Contra “gallego” –oeste- un motorcito insuflaba aire para avivar la combustión del carbón, sustituyendo al fuelle manual. Cómo no, un gran yunque en medio del tercio de la izquierda no podí faltar. Y esto me trae a la memoria el recuerdo de un hecho que oí y tengo por enteramente cierto.
Un señor llega a la fragua con fuertes dolores producidos por una muela. El señor herrero le anima, no sin apostrofar que así no se puede estar, sobre todo, con el fácil arreglo que tiene ese mal. Preguntando por este remedio tan sencillo, es sentado cerca del yunque. Con un bramante le traba la muela causante de tantos sufrimientos, y el otro extremo lo asegura al yunque. Un ratito de espera mientras el maestro con unas tenazas hunde un hierro en el rescoldo de de la tobera. Pone en marcha el motor del ventilador, y con el hierro al rojo vivo, y en menos tiempo del que se tarda en pensarlo, se lo presenta delante de la cara. El paciente, instintivamente, para evitar quemarse la cara, echó la cabeza para atrás, con lo cual la muela pasó a colgar del yunque amarrada por el cáñamo. Tan zafio sistema dio resultado, pero, he aquí un paciente que, dudo mucho, se dejara atar más muelas.
Estábamos husmeando medio a oscuras, muy quedos, mandándonos silencio unos a otros constantemente. Muy nerviosos, escuchando el corazón sobreexcitado del compañero. Otra vez la conciencia. Esa señora que si es mala, despierta tumores malignos; si es buena, hincha de orgullo los más grandes pechos. A poco de emprender la retirada, voces de dos gargantas se distinguían claramente; y cada vez se oían más cerca, denotando su paulatino acercamiento. La adrenalina se disparó a límites máximos. Discernimos raudos si proseguir la retirada o quedarnos quedos dentro, resultando la primera opinión favorecida, viendo viable la evasión total antes de la llegada de los intrusos.
Del patio subimos al tejado, pero ya estaban a punto de doblar la esquina los impertinentes y no tardarían no ya en oírnos, sino en vernos. Nuevo discernir rapidísimo sobre la dirección a seguir en la huida, pues no era posible otra cosa que escapar. Dos posibilidades. Una era la de los tejados y otra alcanzar la calle por donde pasaría en unos segundos. Con la primera no había manera de echarnos el guante, ni que nos identificaran; sin embargo, el riesgo de acabar perniquebrados corriendo por los tejados húmedos y con musgo en la oscuridad, se nos antojó enorme. Casi todos a la vez saltamos a la calle sin orden ni concierto, con la precaución por alguna mala caída y herirnos en los zancajos.
Tocar nuestros pies tierra y salir disparados en dirección norte, se me antoja, todo fue uno. Viéndonos volar nos creímos seguros durante un instante, hasta que llenos de estupor, advertimos que piedras de considerable tamaño nos sacaban ventaja en nuestra veloz carrera. No quedaba otra, que correr para salir lo antes posible del pedrisco. Las piedras lanzadas ya se oían a nuestras espaldas; no siendo óbice esto para detener la carrera. Ya fuera del peligro, y en el otro extremo del pueblo, allá por las escuelas, nos paramos parapetados por las esquinas. Un buen rato acechamos para comprobar que la persecución había sido definitivamente abortada.
4.
Paréntesis de la cuadrilla para la cena
La puesta de sol inunda de arrebol precioso todo Villambroz. La tarde barrunta serena y benigna noche, por lo tanto, vamos quedando para después de cenar, a medida que despidiendo.
No hice nada más que entrar en la hornera –que es donde se vivía, excepto dormir- comuniqué a mi abuela que tenía que salir en cuanto cenara, así que aligerara en lo posible, que había quedado en ello. Ante tal aserción no podía faltar la retahila de rigor.
-¡Pero qué muchacho, Dios! ¡Virgen santísima de mi vida y de mi corazón! ¡Ampárame, Señor! Vamos, que no acaba de entrar y ya está pensando en salir… ¡Por Dios y Santísima Virgen! Como no cenes bien… Dios te amapare y la Virgen Santísima; mientras esto decía, la mano toda abierta a la altura del cuello, no cesaba de subir y bajar, amenazando con algún soplamocos si fuera menester. Este chiguito a quién saldrá. Cuánto mejor sería –y en esto sus palmas se juntaban por la zona de meñiques, a la altura de los ojos – que pensaras algo más en el colegio y en los libros, en vez de tanto juego.
El brasero calentaba un pucherón de agua y otro pequeño con comida. La trébede en la lumbre esperaba la sartén para sazonar las sobras de mediodía. La hornilla, hornacha o trébede, como guste el lector, pues de todas esas formas se denomina en Villambroz, era muy alta. Pasaría con creces del metro, y la cual tuve la cicha de medir siendo muy pequeño. A pesar de esto, me es muy grato el recuerdo de esa hornilla, porque en ella jugaba mi abuelo materno conmigo, teniendo yo, todo lo más, de cuatro ó cinco años.
A su derecha el horno, donde tiempo atrás se cocía el pan que se consumía; y se hacía para quince días. Siempre para la derecha, nos encontramos con un boquete en la pared, que mi padre acondicionó para acoger una cocina de gas. Seguía otro mayor aún, donde se cocía los altramuces, para luego llevarlos a sumergir en el río un tiempo y desamargarlos. En la siguiente pared un ventano, ventanuco más bien, tan pequeño como alto del suelo. La otra pared alojaba la ventana y la puerta de entrada, al norte. Y en la otra el lagar, al ladito de la hornilla. Era grande, entraría una galera de uvas, lo menos, y tapado con una trampilla de tablas, el foso, donde caía el mosto que resultaba de pisar la uva. El techo de zurriaga sugetando los céspedes, con la parte baja hacia la puerta y la alta hacia el horno. Las paredes de adobe, con trulla de barro y paja, y encaladas. El suelo era de tierra, encalado también, que mi abuela gustaba de tener limpia hasta la tierra. Una bombilluca alumbraba la estancia, pues pobremente desde luego, y con alguna vela a mano para solventar los frecuentes cortes de luz eléctrica.
Cené raudo y marché a llamar a los demás, ya que no era conveniente llegar tarde a casa, poque mis padres hacían duras jornadas, y no tenían ganas de juergas. La cuadrilla se junta de nuevo –si bien faltaba un espécimen. No tardaría mucho en acometer alguna trastada.
Estuvimos un buen rato picando por aquí y por allá, sin rumbo fijo, buscando algo prohibido que allanar.
Y en este punto es perentorio hacer un inciso; digresión imprescindible para llegar a conocer estos chavales y su mundo fantástico.
Nunca jamás estos hombrecillos hicieron ningún mal a nadie adrede, a posta, intencionadmente, o a mala fe, como se prefiera decir. Por supuesto, algún que otro daño se hizo, pero dicho daño era necesario para llevar a cabo una acción, un objetivo, como la práctica de algún juego, alcanzar un nido, o arrancar de un patatal seis patatas –una para cada uno- que nos comíamos asadas tan ricamente. Se ponía especial cuidado en pisar las tejas para no romperlas, y en utilizar cualquier instalación ajena. Unos a otros nos dábamos toques de atención para evitar en lo posible cualquier desperfecto innecesario. Claro estaba lo que se hacía mal, pero alejándose del puritanismo hipócrita, no eran más que juegos inocentes de niños. Nos gustaba ciertas dosis de peligro, de riesgo.
La probabilidad alta de ser descubiertos en una trastada y tener que huir a toda prisa entre vocablos proferidos por el agraviado a pecho partido, digo que esa probabilidad nos producciá atracción, cierto regustillo. Pasa como en una lidia de toros, cuando se produce una acogida; puede ser que nadie vaya para eso, pero cuando sucede, la adrenalina se dispara a niveles máximos. Sin saberlo es lo que buscamos, no la cogida pero sí que los niveles de adrenalina subieran cuanto más mejor. Algo parecido sentíamos nosotros. Y sin embargo, todo esto no es óbice para señalar el gran respeto que se profesaba al párroco, padres, maestros, abuelos, guardas forestales… y también a cualquiera que pasara por la calle, especialmente si éste era “perjudicado” por nuestros juegos y a quien críamos estaba en su derecho de demostrar su enfado, por pequeño que fuera el perjuicio que se ocasionara.
3.
Pequeños pistoleros
Apagado el rescoldo y terminada la bulla, pasemos a otro episodio, entrañable también.
Este juego era como una preparación de la vida; para la vida de un depredador. Entrenamiento práctico para dar salida al lobo interior, residuo sin duda de la bestia de origen que llevamos dentro el linaje humano. Las películas que veíamos en blanco y negro: llámense de vaqueros, de pistoleros o del oeste, nos sugestionaban, despertando el instinto de emulación, inflamando nuestro modelable espíritu infantil, inclinándose hacia la violencia. El héroe bueno, casi siempre de color claro, desenfundaba sus revólveres a la velocidad del rayo, y con las piernas abiertas y las rodillas en ligera flexión, apretaba el gatillo sin vacilar, cayendo malos por doquier entre horribles convulsiones. El protagonista negativo, que suele vestir de oscuro, al final también mordía el polvo, como castigo terrenal de las marcas en la culata de su colt.
Después de este preludio diré que se jugaba a los pistoleros en dos grupos, o en individual. En el primer caso algún problema se dada para formar los equipos, pues todos queríamos de compañeros al que no faltara maestría y se le tenía por marrajo redomado. Se sabía que si le tocaba a un mastuerzo, tus espaldas acabarían agujereadas de plomo enemigo. Se le delimitaba una zona de juego, que solía ser muy amplia, fluctuando en función del número de pistoleros, y en esa zona no existía límite de actuación. Se permitía el allanamiento de corrales, la reubicación de las tejas, incluso su rotura, si con ello uno lograba zafarse de su enemigo, o darle caza; en este campo estaba permitido, menos pegar fuego al pueblo, todo.
Antes de empezar se dejaba claro la cantidad de blanco mínimo necesario para registrar al enemigo como muerto, pues en estas trapisondas no existían las medias tintas, osea, heridos. Tras la delicada operación de pertrecharse con un palo aparente, digno sustituto del colt 45 de marras, comenzaba la partida repartiéndose el personal por las zonas de salida. Por momentos la gente se movía cuan mínimos, ágiles y sigilosos, desplegando la estrategia o respondiendo con improvisación a la situación del momento. Otras veces se trataba de correr en descubierto a nuevas posiciones ante la certeza de verse sorprendido de inmediato. Si esto ocurría sonaba entonces el colt 45 por boca de su hábil portador y detrás el vocablo “muerto, te maté”.
No pocas zaragatas se armaron como la que sigue:
-¡ No me has matado! – voceaba el tiroteado ya bien escondido
-¡ Cómo que no! Ya estamos igual que siempre. Estás muerto
-Cómo me vas a matar si no me has visto más que la coronilla – esto saltaba el que no quería dejar el juego, a ver si colaba.
-¡Lo dirás tú! –decía el que reclamaba la muerte de su enemigo, con más aplomo y seguridad a medida que avanzab a la discusión, - si te he pillado por detrás… Te he visto medio cuerpo; no te has enterado de nada hsta que te disparé.
Como muestra valga este botón y para que el asunto no se torne prolijo, creo conveniente cortarlo aquí.
El que fuese blanco de la locuacidad del que llevaba la razón, iba cediendo poco a poco, como salvando la honra, creyendo quizás que un cambio brusco en el relato de los hechos, sería peor que aceptar la verdad desde un principio. No pocas veces a estos juegos pendencieros se les daba fin para evitar que se eternizasen, ya que la pericia no podía con las tácticas conservadoras. Los tiras y aflojas no cesaban hasta que nos separamos para cenar.
2.
Primavera-verano
Pasada la estación durmiente, fría, oscura y triste, venía la primavera. Con el suelo húmedo, los pinchos se hundían en la yerba cespedada. Este juego, consistía en clavar el pincho, palo al que se le hacía punta, intentando derribar otros sin que desclavaran al propio. Cuando eso sucedía, el que tal hizo tiraba el pincho caído y decía un número. Tal número era las veces que todos tenían que clavar el pincho, antes de que el agraviado trajera el suyo y lo clavase.
Los cartones, las chapas, la piuca, las canicas, las cuatro esquinas, el pañuelo… tenían su nombre y sus reglas. Otros sin embargo no poseían ni lo uno ni lo otro. Todo era obra de nuestra imaginación; de nuestra inventiva. Con dos latas, una cuerda o alambre, algún palito y dos manos o más, se fabricaba un tractor, un remolque y arados. Una latita a veces era un barco, cuando los juegos lo requerían. Esto es una pequeña muestra de lo que eran para nosotros las consolas y toda esa caterva de artefactos esclavizadores, que anulan la inventiva y atrofian la imaginación. Nosotros jugábamos con nuestros propios juguetes; les dábamos forma, sonido, movimiento, vida. Nada se nos daba hecho, y solo con hacerlo se nos desarrollaba la inteligencia.
En las Escaleras había hoyos, y lógicamente se llenaban de agua. Había también raíces de chopo y trozos de troncos. En aquella ya estaban algo podridos, y un tronco lo estaba de tal manera que con poco trabajo se podía sacar algo parecido a una canoa. En mala hora, pues no hubo chico ni mozalbete, que no probara el frío del agua donde este espécimen traicionero flotaba. Se convirtió en reto absurdo, para saber quien montaba sin caerse al agua. Pero ese engendro abyecto, se giraba en cuanto se echaba el pie encima, cayendo al agua el fútil navegante.
Lo más destacado de la primavera, era sin duda las partidas campestres en busca de nidos. Lo mismo nos daba de paloma, de grajo, de pigaza o de cernícalo. Casi todo lo que se metía en nuestro campo visual, terminaba saqueado. Solo algún nido especialmente alto ó difícil, se libraba de tan horrendo destino. Nidos se encontraban en cualquier sitio; desde un espino, hasta en cualquier cardo; en la yerba alta o en las tierras abarbechadas; en lo alto de un chopo, roble o encina, o dentro del tronco. El campo de acción de tales desmanes, era el que podían abarcar aquellos desaforados muchachuelos; es decir, el de Villambroz, parte de Villarrabé, San Llorente, la dehesa de Busticirio, Terradillos y Villambrán. A pesar de ello no faltaban ni pájaros, ni lagartos, ni lagartijas, ni ranas…; fueron otras cosas las que los mataron.
Así se acercaba la estación del estío, de la siega, la bielda, la vendimia. Del fruto, del calor y las vacaciones. Éstas para una gitanilla y para mi, era momento de especial dulzura. Nuestros tíos Argimiro y Basilio retornaban a su pueblo en busca de su merecido descanso. Tío José lo hacía más de tarde en tarde. Las vísperas de la venida de algún tío eran muy especiales. La ilusión se traducía en inquietud, que iba en aumento hasta el momento de la espera en la carretera. Al que esto lea, quizás le parezca esto algo nimio, pero para los primos no menguaba de auténtico acontecimiento. En este punto poner de manifiesto dos caracteres bien distintos de dos hermanos. Mientras uno no soltaba los regalos hasta la hora casi de marchar, el otro en cambio, sensible a nuestro nerviosismo e impaciencia, repartía los presentes en cuanto llegaba a casa de abuela Inés.
Siempre la diversión estaba esperando en el lugar y momento más inesperado. Al otro lado de la calle de las escuelas, hacia el suroeste, un carro intrigante nos atrajo la atención; parecíanos que nos retaba. Esa máquina que en tiempos cercanos descoyuntaba huesos y atronaba oídos; grande lanza humillada entonces, desproporcionadas ruedas bordeadas de anillo de hierro, obra maestra de ensamblaje. El de pelo azabache y el que suscribe nos acercamos para entornar el pobre carro. Esto era la costumbre, y consistía en levantar la lanza hasta que la parte de atrás de la caja tocaba tierra. Para ello se contrapesa atrás. Estaba la bestia dominada, pero solo en parte, pues la lanza subía o bajaba; no se mantenía horizontal, que es lo que pretendíamos. Si subía la lanza había que contrapesar hacia delante, y si bajaba la lanza hacia detrás. Si estaba más o menos equilibrada, hacia el medio, y a esta acción la llamamos “mirris”. A las otras dos “turris” y “furris”, no pudiendo precisar cuál era hacia un lado o hacia otro. Nos dábamos las pertinentes órdenes con estas tres voces, pero el malhadado carro no se equilibraba. Eso sí, el rato que nos pasamos nos dejó casi exhaustos de puro goce.
Los carros de varas y luego galeras con picos, descargaban su valiosa mies segada en las tierras para ser trillada, y poder separar así el grano de la paja. Los montones de mies que resultaban de tal descarga eran los bálagos, aunque no sea el término adecuado. Los había en la era de arriba y en la era de abajo, y cada cual acogía a inquilinos de la era contraria, que por ser extranjeros de era sufrían entierro. Muy vagos recuerdos tengo de ello, pero claros como el agua los juegos de carreras, saltos y escondite. Las maravillosas eras fueron testigos de momentos felices y entrañables. Cuando llegaba la hora de aparvar la trilla, los críos montábamos en el aparvadero, que además de proporcionarnos gran goce, se hacía peso para evitar que se levantara el aparvadero y escapara la paja por debajo.
Momentos memorables fueron también cuando una tormenta se acercaba amenazadora. La actividad en la era se tornaba a bullicio febril; un ir y venir de horcas, rastros y escobas con exhortaciones nerviosas, amontonando la trilla en cordones para evitar que se mojase. A veces todo para nada, pues la tormenta pasaba sin descargar en Villambroz. De ahí la ciencia de los de antaño, que solían atropar la trilla a tiempo y nunca en balde.
En los días de sofocante calor, que hasta las piedras se torraban, nos íbamos a las llamadas piscinas, a disfrutar de un insalubre chapoteo. Un hecho inopinado fue su hallazgo, producto de una de tantas expediciones fútiles. Tomando como punto de referencia los puentes, que hacen practicable el paso del arroyo de la cueza, para nosotros rio, a la carretera; siguiendo el curso del agua, a unos cien metros, entre juncos, arbustos y yerbajos acuáticos varios, encontramos unas fosas que nos subyugaron poderosamente. Investigando el extraño hallazgo, decidimos que las crecidas del invierno escavaron la parte blanda del lecho hasta llegar a la arcilla. Bien pronto dimos al hecho uso práctico; serían a partir de entonces las piscinas. El agua aunque corría algo, era turbia; tanto que el osado aprendiz de nadador perdía de repente el cuerpo todo, menos la cabeza y los brazos. Cuando terminaba el baño, el agua se podría decir que era barro y lodo muy fluido.
Recogíamos el trebejo para el baño, y si había suerte, quizás se necesitaba pregonero en el pueblo. Pues sí, esos que a grandes voces anuncian la llegada al pueblo de algún vendedor, y la mercancía que cambia por dinero. Por tan honrado servicio nos ganábamos la propinilla, que no tardaba en ser invertida en la cantina del señor Jesús. No convenía mucha compañía en el arte del pregoneo, pues luego hecho el prorrateo, la mengua de la propina era considerable.
Por las noches, ya fueran cálidas o frías, serenas o desapacibles, con luna o como la boca del lobo, la despabilada cuadrilla salía no a reconocer, sino a ejecutar. Es el caso de juegos y pasatiempos que no serían bien entendidos, si algún testigo diera razón de ellos. Además de los citados juegos en los bálagos, nos gustaba mucho jugar al “que te pillo” en una enorme pila de pacas de paja. Heroica temeridad demostramos al subir y bajar, al avanzar por las paredes para que el otro no te viera o te cogiese, y todo ello de noche y a considerable altura. Si las fuerzas escaseaban y era tiempo de ello, siempre se podían visitar ciertos patatales, para que al amor de la lumbre, y entre bromas y chismes, calentarnos las manos y el estómago con tan nutritivo tubérculo.
El tiempo suave y benigno, se nos antojó propicio para las visitas dominicales al vecino reino de Terradillos. Íbamos en bicicleta por las tardes, para tratar con las chicas, que eran unas cuantas y muy majas. Largo tiempo estuvimos yendo y viniendo, y grande la amistad que trabamos con aquellas muchachas. Hasta los recatados lugareños nos veían con total familiaridad. En una de aquellas venidas, los pollastres a medio camino del pueblo, descubrimos algo que fue comienzo de lo que ahora intentaré relatar.
Al terminar la subida del Valle Hondo, donde la recta carretera se pierde a la vista, el más escandaloso de los ciclistas, descubrió una liebre muerta en lo más profundo de la cuneta izquierda. Entre exclamaciones de emoción y sorpresa, paró el grupo para examinar semejante hallazgo. Con cautela cogió el trofeo su descubridor, y aparentando erudición en la materia, resolvió que la lleváramos al pueblo, y determinando además que se haría un guisote con ella y nos la comeríamos. Ya en el pueblo, y sin que todos estaríamos muy de acuerdo, se decidió echar a suertes para ver a quien le tocaba guisar la liebre. Tal privilegio recayó en el descubridor, o en su madre para ser exactos.
Mujeruca de pequeña estatura, sobrada vitalidad, garbosa actividad también para la sin hueso, que en aquella tarde dejó bien claras sus posibilidades. Dignísimas escenas del mejor humor habrían salido de semejante situación, desde que su hijo la presentó la liebre, hasta que esta salió en cazuela camino del teleclub. La lengua de la venerable señora, sin reparar en gasto, no conoció instante de reposo; ya soltando imprecaciones, ora exclamaciones, interjecciones, advertencias, consejos, exhortaciones…y toda una gramática completa, conocida o de por conocer. El que suscribe, que vivió aquella escena perdida para el cine, acabó con los cuatrocientos y pico músculos que trabajan con la risa, al borde del colapso. La gracia de la señora y las circunstancias, no fueron óbice para que el guiso saliera próximo a las altezas de la exquisitez, y del cual dimos buena cuenta, pues nos supo a gloria, sin reparar si estuvo viva o muerta, de mucho o de poco tiempo atropellada. Me viene a la memoria desde entonces aquel rostro descompuesto un momento, luego con sonrisa picarona, después de sorpresa; todo ello aderezado con constantes movimientos de cabeza como de lengua, gesticulaciones nerviosas y exageradas, casi como el que regula el tráfico aéreo en un portaaviones, y mi espíritu se inunda con una sonrisa. Lamento que fuera un instante tal como lo describe Robert Musil; “el instante no es más que el triste punto entre el deseo y el recuerdo.”
El carro de la leña, en el ecuador de agosto, no es ya más que un mero recuerdo. Esta tradición hace varios lustros, daba los últimos coletazos, en los estertores de la muerte. Pues bien, esos años de patético decaimiento, tocó vivirlos a la pandilla que por aquel entonces animaba la vida cotidiana del pueblo. Nos cabe la dicha de haber aportado el último aire fresco, que impulsó como pudo la ancestral tradición, perdida al fin por falta de renovadores soplos. En lo más recóndito de la memoria, veo a un montón de chiquillos bulliciosos montados en galera tirada por mulas y después por tractor, alejarse del pueblo en dirección al monte, donde alguna desventurada mata perdería sus mejores robles. Con el carro lleno de leña, este retorna al pueblo como salió de él, entre gran algazara de cánticos y coplillas.
La caterva muchachil en excitación creciente, entra en el pueblo saltando encima de la leña. Sale gente a esperar el carro a la entrada de Villambroz, y por todo el recorrido se ve inusitada expectación. Las paradas obligadas en la casa del señor alcalde pedáneo, en la del señor cura, y en la cantina, permite entre los cánticos de las coplas específicas para cada ocasión, aplacar el reseco de los esforzados gaznates. Después de que la bota de vino y la jarra de cerveza, a fuerza de correr de boca en boca quedaban más secas que antes los sedientos gañones, tocaba la descarga del carro.
Veo también al pueblo reunido en la Costanilla en medio de la noche profunda. Al lado se distinguen dos montones, uno más pequeño que el otro, y por su recortada e irregular silueta diríase que es la leña. De pronto una llamita centellea por el bulto pequeño, y a la vez que aumenta la proporción del incendio, lo hacen los cantares y bailoteos del paisanaje reunido. Cuando todo el montón es pasto de las llamas, chicos y grandes, todos, arrojan al fuego robles de la pila grande, cada quien del tamaño que puede manejar. Las serpenteantes llamaradas, escupen de sus entrañas lluvia furiosa de chispas, cada vez que un palo cae al fuego. Todo acaba cuando lo hace el fuego con la madera, y ya solo se ve a la gente menuda, que es probable aguante mientras dure el rescoldo.
1.
otoño-invierno
Esto pretende ser una mirada retrospectiva, cariñosa y veraz, de la niñez y pubertad de un cuarentón de hoy. El título no es más que una artimaña para llamar a la lectura. Por un lado, las nuevas generaciones no pueden sentir menos de curiosidad, mis coetáneos añoranza, y los de edades superiores incertidumbre, por desconfiar del resultado con tan prolífero tema.
Los hechos ocurrieron en mi pueblo natal, Villambroz; y digo natal con total exactitud, pues nací allí. El escenario de estos episodios, ni que decir tiene, no es ni parecido al Villambroz de hoy. Señalar que el cambio a mejor ha sido de enorme magnitud para el tiempo trascurrido. Las calles estaban de tierra y piedras de regular tamaño a veces, la mayoría pequeñas. Donde hoy están los contenedores de basura, entonces estaban los leñeros y molederos. No pocos de mirada de los orgullosos gallos. Algún gruñido denotaba que para el inquilino del cubil había de llegar su San Martín.
No teníamos agua corriente y por lo tanto, ni baños, ni lavadoras, ni fregaderos; casi ni cacharros que fregar. Las calles se alumbraban con alguna que otra bombillita suelta, de amarillenta o anaranjada, sino rojiza luz; que bastante tenía con lucir soportando los vaivenes de la cercera. El tendido eléctrico corría por cables desnudos de cobre, amarrados a jícaras de vidrio, sujetas estas a las paredes de adobe por palomillas. Se comprende los frecuentes cortes de luz eléctrica que se padecían, si bien sus consecuencias eran muy escasas, por la falta de electrodomésticos. Sobresalían de los tejados, todos con teja vieja árabe, contadísimas garrulas antenas, para dar señal a otros tantos armatostes de blanco y negro.
Se encontraban dos tiendas, la de Anastasio y la de David; y una cantina que al saliente cruzando la carretera miraba. En la calle de atrás, también hacia el saliente y un poquito al sur estaba la fragua, y dentro el señor Andrés el herrero, sin duda preparando alguna zalagardada entre golpe de maza.
En el campo, corrales de ovejas no faltaban aun en buenas condiciones. Otros eran inservibles, abandonados por el traspaso al pueblo, buscando mayor seguridad. Sea como fuera, unos y otros se prestaban muy bien para el sano divertimento de aquellos pilluelos. Descubriansé patatales que desafiaban el ingenio de improvisados recolectores; abundantes majuelos solo en el arco de este a oeste, y en ciertos linderones guindales, escenarios de fuertes competencias entre la pajarería y la canallesca tropa.
A grandes brochazos, así era el escenario. Hora es de conocer a nuestros principales actores, sal y pimienta del recuerdo.
Comenzamos de mayor a menor. Inconfundible incluso para el solo sentido del oído. Sus facciones denotaban travesura, inocente a veces, otra aviesa, cuya culminación era un remolinillo en la sien derecha. Sus ojos risueños se adornaban de arruguitas a ambos lados externos, resaltando la casi sempiterna sonrisa entre coqueta y burlona, o bien siendo parte de ella. Por su edad era primer y principal ideólogo de trastadas y travesuras.
Segundo de la pandilla. Espíritu tranquilo, reposado, sereno…Pesadilla de los que teníamos que irle a llamar; cruzaba el enorme patio de un lado a otro, salía de una puerta y entraba por otra, y así pasábase un buen rato. Arquitecto, carpintero, cabeza pensante… de todo era, y todo con tesón. Estiradillo de cuerpo, lo que más resaltaba en él, era algo que no pertenecía a su humanidad; unos espejuelos que portaban orejas y nariz entre ambas.
Del siguiente componente nada diré, porque nada corresponde decir siendo yo mismo, y nada hay que no sea de lo más común y normal.
Pasamos pues al siguiente crio. Rubiales él, tenía aptitudes para el equilibrio, el trepar y escurrirse por sitios harto difíciles. Virtudes que no fueron muy explotadas, por sus quehaceres con la ovejería.
Dicho esto pasaremos al penúltimo. Muy activo, vivaracho y pasional; pelo azabache y cuerpo ligeramente menudo, este niño era un compendio de las principales virtudes de todos los demás.
Y el benjamín del grupo; poco sesudo, secundaba sin dudar cualquier barbaridad que, a juicio de la asamblea se sometiera. Ligeramente repolluda su planta, en su alto ostentaba
un cráneo de dureza contrastada.
Frecuentes eran las visitas a las escuelas, donde todavía estaban los pupitres mono pieza digamos, los asientos se subían y bajaban girando en un eje trasero, con la mesa inclinada, tipo atril, y todo de madera. El suelo de tarima, y en las paredes vestigios de los tiempos de enseñanza que allí se impartió. Un mueble librería guardaba bastantes libros, casi todos quemados en mayor o menor grado. Didácticos muñecos de anatomía humana dejaban al descubierto músculos y huesos.
Una tarde decidimos inspeccionar las escuelas, como otras veces, por si quedaba algo por descubrir. Las rejas de las ventanas como única entrada. Por ella entramos, no sin dificultad, pues el hueco era justísimo. Curioseamos todo de nuevo concienzudamente, jugando de paso con el material de enseñanza. Satisfechos, decidimos salir, aflorando otra vez ese remusgo en el estómago, ese Pepito Grillo que nos indica cuando violentamos alguna ley terrena o divina. Es por ello que al salir me quedé atollado, sin atinar a girar la cabeza lo justo para salir. Y atrapado me quedé entre los barrotes de la reja. Cuantos más intentos fallidos, más nervioso me ponía, alejándose la posibilidad de librarme. Menos mal que a tal
punto pasó mi padre, que iba hacia el camino Villota con la galera, y me socorrió, zafándome así de los nefastos hierros.
Hubo otras etapas en las que accedíamos como Pedro por su casa, dado el abandono en que se encontró el edificio. Es cuando en las navidades, toda la caterva menuda masculina, hacía noche en las escuelas. Lo de menuda comprende también a los mayores, medio mocillos entonces. El sueño huía con “el julepe”, “los cinco montones”, “las siete y media”, “la escoba”, incluso “el mus”. Todo era completo si además disponíamos de un toca discos que no pinchaba más que un disco; empeñado su amo de que durante años tatareáramos el egregio “la la la”. La velada solía terminar a las siete de la mañana, momento de descansar nuestras sufridas posaderas, que en posición de descanso ya no se aguantaban sin riesgo de pegarse al asiento.
Era pues perentorio que la pandilla se estirase por el rio. Fuímonos allá sin asomo de sueño. La mañana fría, de helada; diáfano el aire, alejando el horizonte; y luminosa, casi fulgurante por el manto blanco que enfriaba el suelo. Cogimos una botella de legía, para fabricar el balón, y hacia el rio nos dirigimos con la noble intención de jugar al futbol en el hielo.
Las heladas entonces eran muy fuertes y seguidas, por lo que la capa de hielo era considerable. Mi padre rompía el hielo con herramientas contundentes, y cuando volvía con las vacas ya se había formado hielo, suficiente para que las bestias no bebieran sino lo partía con la vara.
La diversión, pareja con el peligro, a menudo le superaba. Otras veces los crujidos y las grietas presagiaban segura desgracia.
Por antruido, cuando los quintos se untaban, se comían torreznos y tortillas en opíparo festín, no alcanza mi débil memoria. Pero si cuando decidió la cuadrilla invadir el corral de Asis, tomándolo como improvisado y discreto asilo para tal evento. Para rememorar viejas y gloriosas hazañas, preparamos una expedición con todo lo necesario para cocinar “in situ” dignas tortillas de patatas. Las bicicletas fueron nuestro medio de trasporte; exitoso a no ser por algún que otro huevo ligeramente deteriorado. Cogimos la carretera en dirección Sahagún, hasta Carruigo, donde enfilamos por el camino de Ledigos, luego cruzando Valdepiñata, la Pedreguera, Valdorege y Pirueque, para en el Pico divisar la silueta del corral, ya en terreno de Ledigos.
Se encontraba el susodicho en perfectas condiciones, pero no se usaba por esa época. Tenía planta cuadrangular, o ligeramente estirada por los lados opuestos de la entrada y la tenada. Por aquella podía entrar un carro, con un tejadillo de protección encima. Esta cara daba al mediodía, y la opuesta en su interior también por lo tanto; siendo en esta cara donde se ubicaba la tenada, ocupando todo el ancho del corral. La tenada era abierta, menos una cuarta parte en la parte este. Su tejado coronado por deforme humero, vertía en el patio, dejando el norte a sus espaldas. Al poniente de la tenada se encontraba un bidón grande, ennegrecido de hollín, como el hueco donde se encastraba, y el brasero extinguido que debajo había. Aquí se cocían los altramuces para luego desamargarles. Las tapias laterales servían para cerrar el patio, y se protegían con bardas espinadas. La puerta, condenada con candado, no se abría, así que saltamos la tapia este con todos nuestros útiles. Bajo los auspicios y tutela de nuestro cocinero, que también lo era, preparamos unas tortillas que nos supieron a gloria. Aquel antruido fue como otros, memorable.
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